Colombia es un país que a través de la historia ha estado sumergida en diferentes etapas de violencia desde la independentista, pasando por la partidista, subversiva, narcotráfico y delincuencia común. Siempre hemos padecido algún tipo de conflicto y hoy, en los inicios del siglo 21 no contamos con una adecuada política criminal.
Una de las consecuencias que está generando la falta de estructuración de políticas penales, es el drama del hacinamiento carcelario. El Estado, a partir de leyes y decretos ha pretendido reducir los niveles de impunidad y mejorar los procesos de juzgamiento, con reformas que van desde la incorporación de nuevos esquemas para la fiscalía y la rama judicial, sometimiento a la justicia de paramilitares y subversivos, principios de oportunidad de negociación con los delincuentes, todo esto encaminado a reducir los actores desestabilizadores de la paz y la delincuencia.
Todas estas medidas, si bien pueden de una manera adecuada ayudar en la cadena jurídica, han dejado de lado un factor fundamental y prioritario, la resocialización del delincuente.
Uno de los elementos fundamentales para limitar la delincuencia no es solamente el encierro carcelario sino la oportunidad que tiene el ciudadano de resocializarse y adquirir nuevas conductas ciudadanas.
Las cárceles en esencia, se definen como sitios no exclusivamente de reclusión, sino de resocialización de individuos que han cometido conductas punibles ante la sociedad y el Estado, y que después de un tiempo consecuente con su falla, adquieran elementos que les permitan su inclusión en la sociedad, proporcionándoles una nueva cultura no criminal.
En Colombia esta teoría pareciera estar hecha a la inversa, hoy las cárceles se han convertido en verdaderas academias del crimen, en donde incluso ciudadanos que por desgracia han llegado allí, sin haber sido justamente juzgados, adquieren “habilidades” que nunca antes habían tenido, y ni que pensar de los grupos delincuenciales organizados, que han encontrado desde la cárcel nuevos mecanismos para fortalecer sus estructuras.
El crecimiento de cupos carcelarios en Colombia ha sido inferior en proporción al nivel delincuencial y al crecimiento de la población detenida, las principales cárceles tienen hacinamientos superiores incluso de 400%, rayando en una cruel violación de los derechos humanos: acomodaciones en los baños, deficiente alimentación, nulos servicios higiénicos, precarias soluciones de salubridad y por consiguiente ninguna propuesta de inclusión social.
La corrupción al interior de los penales, se ha vuelto otro factor desestabilizador, quienes deberían ser los promotores de una nueva cultura de la legalidad, terminaron siendo partícipes de ella. Se paga por una mejor alimentación, por un colchón, por acceder al gimnasio, por mejorar la dormida y lo peor, por permitir la continuidad del delito con la entrega de equipos de comunicación que han convertido las cárceles en los principales centros de extorsión del país.
El tema de las cárceles pareciera que se hubiese vuelto mediático, solamente nos interesa cuando los titulares de prensa lo recuerdan. Hoy, a raíz de esta situación, se ha vuelto a tener el tema en boca de todos y se repiten las consabidas y reiteradas medidas que a lo largo de la historia nunca se han dado; más establecimientos carcelarios, mejoramiento a la infraestructura e incluso una nueva reforma al código penal que evita las medidas preventivas, dejando de lado que la mejor manera de evitar el delito es a partir de la cultura de la legalidad. Incrementar los establecimientos penitenciarios no es directamente proporcional a mejor sociedad. La cultura de la legalidad debe ser principio de toda sociedad civilizada y debe estar inmersa en las intimidades de la familia, de la sociedad y del Estado; la formación en valores no debe esperar a que los reclusorios lo hagan, debe ser parte de una enseñanza que se inyecta desde el vientre materno.